Los mejores pueblos valencianos

La semana pasada hicimos una entrada en el blog de CasaToc sobre algunos de los mejores pueblos de España. A lo largo de todas las semanas intentaremos hacer una entrada de los mejores pueblos que cada comunidad posee para poder deleitarnos de la belleza de algunos municipios españoles y poder conocer mejor nuestra geografía. Somos conscientes de que en España existen más de 8000 municipios y sería prácticamente imposible nombrarlos a todos. Vamos a mencionar sólo algunos de ellos, pero si consideráis que vuestro pueblo es merecedor de aparecer en nuestra lista no dudéis en comentárnoslo e intentaremos añadirlo.

Esta semana haremos un repaso de los mejores pueblos que la Comunidad Valenciana posee.

 

Morella

La imagen épica y medieval de Morella es de película, con su castillo en lo más alto y unas laderas rebosantes de casas tradicionales protegidas por una muralla. El monte sobre el que descansa este pueblo es lo suficientemente empinado como para que desde lejos se pueda distinguir casa por casa. Una vez se superan la línea de defensa, Morella regala rincones sin igual como las callejuelas porticadas que guían hasta lo más alto, las numerosas puertas de acceso o construcciones tan insólitas como el acueducto de Santa Lucía. Y aunque estemos ante una visita de puro pateo, no hay que olvidarse de la Iglesia de Santa María, con varios hitos arquitectónicos como esa fachada con apóstoles y vírgenes o el friso donde está esculpido el Pórtico de la Gloria.

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Boicarent

Boicarent se beneficia de la orografía caprichosa de la florida Sierra de Mariola para reivindicar sus encantos. Es otro de esos pueblos con  panorámica espectacular, colocado escalonadamente sobre un cerro por lo que desde afuera en la que aventura que va a haber que ejercitar los gemelos. El paseo por el casco histórico es un museo al aire libre que muestra la herencia musulmana en la Península Ibérica con sus tropecientas mil fuentes y sus calles zigzagueantes. Luego tiene sorpresas como los «Covetes dels moros», orificios artificiales horadados en la piedra situados en el barranco de la Fos y que se utilizaron para diferentes usos. Visitarlo merece la pena y es una aventura asumible y ego-heroica.

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Peñíscola

Esta localidad castellonense puede presumir de tener el castillo más filmado de España. Su baluarte templario abriga un casco histórico armonioso admirado desde sus playas que es capaz robar protagonismo a los cuerpos esculturales, al sol y a las olas. Entrar en esta zona ya es toda una experiencia artística, ya sea por el portal Fosc, atribuido a Juan de Herrera  o el del Papa Luna, el inquilino más famoso del castillo. A Peñíscola hay que reconocerle ese empeño por frenar la explotación de sus costas golosas, siendo hoy por hoy uno de esos destinos preferidos para los que quieren rayos de sol.

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Guadalest

En Guadalest, cuando se cansaron de edificar en lo más alto de las rocas, decidieron hacer un pueblo. Pero para adentrarse en él, primero el visitante se tiene que cansar de mirar para arriba aturdido por lo milagroso de las torres que quedan en pie del Castillo de San José y del de la Alcozaiba, que no es poco. Luego toca bucear por este mar de blancas casas y escaleras de piedra para encontrar lugares tan asombrosos como la Casa Orduña, la iglesia parroquial o un museo tan molón como el de saleros y pimenteros. Y al final, cómo no, mirar al Oeste para dejarse impresionar por los colores del embalse de Guadalest.

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Villajoyosa

La imagen es impresionante. Una ladera, decenas de casas de colores muy diferentes y alguna que otra palmera juguetona. Esta es la bienvenida que da este antiguo pueblo pesquero. Además del encantador histrionismo de sus calles moras, Villajoyosa atrae por su sabor a chocolate, con ese «must» que es el Museo Valor, aunque sea solo por catar a cascoporro y endulzarse una mañana.

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La Nucía

Este enclave alicantino tiene lo mejor de los hoteles: vista a la playa y a la montaña. La Nucía sublima el arte callejero donde las casas tienen la buena costumbre de colorearse por eso de no ser pueblo blanco más. Por el camino, sorprendentemente, surgen plazuelas entrañables como la de lavadero, edificios eclécticos como el de la biblioteca y miradores como el del Calvari. Precisamente en este monte merece la pena terminar el día, decidiendo si mirar al Mediterráneo o a la puesta de Sol.

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Altea

Apunten estos colores: turquesa y blanco. No se esperen mucho más, ni se lo esperen mezclado. Esto es Altea. El casco viejo parece que pretenda explicar a los turistas que eso de las calles blancas, los suelos empedrados y las macetas colgando no es patrimonio único de Andalucía. Lo mismo sucede con el barrio del Fornet, meca del turismo nocturno con restaurantes y bares para la buena vida. Aunque lo realmente valioso de esta área son las vistas sobre los rejados de teja y los barquitos que duermen en el puerto. Sobra decir que el turquesa es el color caprichoso que tiñe el mar en sus 6 kilómetros de playas.

altea (1)

 

Denia

Denia aún conserva el carácter de pueblo bonito pegado al mar que no necesita de las playas para impresionar y sin kilómetros de urbanizaciones. Todo sucede a la sombra de su castillo, una fortaleza mora perfectamente visitable que hoy alberga el museo arqueológico. Debajo proliferan calles con encanto como la Carrer Loreto o la Mayor, haciendo del entorno del ayuntamiento un oasis con sabor a Valencia de verdad, dando gusto a un turista más exigente y gourmet.

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Tabarca

Tabarca es la única isla habitada de la región. Dejando a un lado su brillante puerto, todo lo demás es historia pura y dura. Cómo no, una muralla blanquecina da la bienvenida con sus tres puertas de acceso al interior del pueblo. Callejeando por sus calles se encuentran edificios tan notables como la iglesia de San Pedro y San Pablo, la casa del Gobernador, la Torre de San José o su viejo faro. Todo hecho con una piedra pálida obtenida de una cantera propia y que le aporta uniformidad y encanto añejo.

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Finestrat

Finestrat vuelve a demostrar que en el medievo no se pensaba mucho en ir a la playa, sino en proteger a la población. Por eso el meollo bonito de Finestrat crece en una colina custodiado por los brazos de un antiguo castillo, a su vez abrigado por la mole del Puig Campana. Pero su origen bélico nada tiene que ver con el carácter alegre de este pueblo. Sus multicolores casas colgantes narcotizan al visitante desde el principio y sus calles forman un gran mosaico de fachadas caleidoscópicas que se recorren con cierto esfuerzo debido a su inclinación y su trazado aleatorio.

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